Bajo tejado de vidrio resulta cuanto menos grotesco y cínico lanzar más que piedras sino graves acusaciones carentes de pruebas irrefutables contra otros, como si se pudiera borrar la siempre justa y severa memoria histórica.
Este es el caso hoy de Estados Unidos, que se convirtió en campeón mundial de la guerra química durante una década en la cual castigó sin piedad al pueblo vietnamita con tal de impedir la independencia y reunificación de su país y mantener un designio imperial intervencionista a miles de kilómetros.
Todavía Vietnam sufre sus consecuencias, en varias generaciones, los que fueron expuestos directamente desde 1961 a 1971 y quienes nacieron después con las huellas genéticas transmitidas de la guerra química desatada por las fuerzas norteamericanas de agresión.
Ni los culpables han sido castigados, ni han resarcido a las víctimas y ni siquiera se ha escuchado una palabra de perdón por parte de la potencia que ahora se erige en una mezcla de juez supremo y policía global dispuesto a lanzar sus cohetes sobre Siria.
Vale la pena siempre recordar que la aviación estadounidense roció unos 80 millones de litros del defoliante que contenían 370 kilogramos de dioxina, en un cuarto de la superficie sureña de Vietnam, según bien fundamentadas estadísticas independientes.
Unos cuatro millones 800 mil vietnamitas estuvieron sometidos a lo que se considera uno de los peores tóxicos conocidos por el género humano y tres millones se convirtieron en sus víctimas, por varias generaciones.
Casi en el extremo meridional del país, en la provincia Dong Nai, se encuentra el aeropuerto de Bien Hoa, donde se almacenaban 98 mil tanques de agente naranja para dispersar en áreas cercanas, en el intento de doblegar la resistencia nacional liberadora.
Allí solía irse a jugar Ho Minh Quang en la inocencia de la niñez, sin imaginarse que se exponía a una contaminación que solo supo después, cuando sus dos hijos nacieron con deformidades.
Las consecuencias siguen siendo aterradoras, con el nacimiento de criaturas sin espina bífida, mutiladas y deformadas, y según un reporte reciente de la presidenta de la asociación de víctimas, Dao Nguyen, el número se ha incrementado en la ciudad de Bien Hoa y sus alrededores desde 2009, y cuatro de cada 10 afectados son menores de 16 años de edad.
Vietnam, sin todos los recursos que se requieren ha tenido que encarar la atención hospitalaria, los tratamientos sanadores, la rehabilitación y la reinserción social y laboral, la ayuda a los familiares y el consuelo posible.
Junto a los limitados presupuestos destinados, en un denodado esfuerzo estatal, y eventuales donaciones internacionales, distintos sectores de la sociedad aportan al empeño, y generan iniciativas de todo tipo para acopiar lo que nunca termina de bastar.
Sin embargo dos compañías que produjeron y abastecieron el tristemente célebre agente naranja, Dow Chemical y Monsanto, permanecen blindadas por el silenciamiento de sucesivas administraciones en Washington, en el seno del Congreso y por la misma justicia.
Desde 2004 la Asociación de víctimas vietnamitas libra una denodada batalla en tribunales en pos de justas indemnizaciones por los irreparables daños físicos y mentales causados, que han chocado con dilaciones y conclusiones encubridoras, como que no se había establecido un vínculo entre la dioxina y las malformaciones genéticas de los damnificados.
Van Rinh, al frente de la filial en Ciudad Ho Chi Minh, estima que aunque tal proceso resultó desfavorable, ayudó a todo el mundo a entender mejor la guerra química llevada a cabo por la principal potencia mundial, el imperdonable crimen perpetrado, y la responsabilidad de Washington y los fabricantes cómplices.
En 2009 el Tribunal Internacional de opinión pública, organizado por la Asociación de Juristas Democráticos en París, dictaminó que los culpables deben compensar a las víctimas, descontaminar el suelo y las fuentes de agua, sobre todo los sitios alrededor de sus antiguas bases militares de ocupación, donde se acumulaban en grandes cantidades las mencionadas sustancias.
Nunca la ONU envió inspectores a verificar, aunque en realidad siguen siendo tan abrumadoras las evidencias que su presencia es inocua, puesto que además conocidos estudios científicos internacionales establecieron que el defoliante empleado en la guerra en Vietnam presentaba elevados contenidos de un subproducto cancerígeno.
En cambio, en el país agresor sí se acepta que dejó terribles secuelas en los propios soldados norteamericanos y principalmente en sus descendientes, a quienes, claro está, sí le aceptaron una acción judicial presentada por veteranos de guerra en 1984 que desembocó en un acuerdo de 93 millones de dólares para indemnizarlos.
Dobles discursos y dobles miradas, según los intereses imperiales.
Cuando se trata de aplicar la ley ante las fehacientes muestras de perjuicios causados, Estados Unidos se justifica y soslaya, pero si el caso es encontrar un pretexto para intervenir en otro país, ahora Siria, se le condena y amenaza aunque falten pruebas contundentes.
Así funciona la moralina imperial.
Prensa Latina
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